jueves, 10 de enero de 2008

Aquella noche se dio cuenta de que no podía más. Era capaz de continuar. Pero no podía más. Continuar sabiendo que no lo entendía. Sabiendo que quizás, nunca lo entendería.
Era un cansancio pesado, de esos que arrastran tiempo y llevan a cuestas cierto hastío. Quería que aquella losa, que sorprendentemente seguía ardiendo, se extinguiera, se apagara, se esfumara. Igual que se esfuma el destello de una estrella fugaz, ésas que sabes que has visto cuando ya han pasado. No podía más. No quería seguir cargando con la nostalgia de lo que no conoció. Soñar con vivencias que no vivió.
Se preguntó si un rincón del alma se podía esconder. Si sería tan fácil como taponar con corcho duro una grieta, apretando fuerte. Era sólo un trozo del alma lo que le dolía, lo que le pesaba. Una parte que a veces se desbordaba ahogando el resto, ahogando el aire, ahogando a la esperanza. Y esa agua, esa agua veloz y segura, esa agua imparable sorteaba cualquier dique metiéndose en cada rincón de su cuerpo, de su mente. Como un huracán, con la misma potencia, con la misma insistencia. Lo recorría todo, tambaleando cualquier muro, cualquier piedra por sólida que pareciera. Y la sensación la dejaba agotada, y ya fuera de sí podía comprobar los estragos de aquel poder, desde lejos, desde el sosiego.
Y entonces, veía árboles caídos, tierra mojada, hojas secas y sonreía. Porque pensaba que la devastación era tan profunda que no había posibilidad de recuperación. Pero de pronto, con horror, veía como un tímido rayo de sol aparecía de nuevo, dando luz a un pequeño papel mojado y borroso. Y no se alegraba. Ya no se podía alegrar al ver la vida de lo que ella anhelaba muerto. Porque aquella luz volvía a ser esperanza, una esperanza irónica que sólo era antecesora de otro inevitable huracán, de otra inevitable derrota. Y volvía el cansancio. Un cansancio que, por serlo, no entendía de grito, ni de llanto, ni de tristeza. Estaba más allá de toda sensación vivida. Estaba fuera de ella, rodeándola como la niebla que crea el rocío, sin motivo, sin fin, sin remedio.
Era la fuerza más fuerte que jamás había conocido. Incontrolable. Segura. Ociosa. Entregada. Entregada a un cuerpo que no la quería, a una mente que la rechazaba. A un alma que no la reclamaba como suya. No sabía de dónde venía, y seguir sintiéndola, seguir reconociéndola como parte le dañaba más que la noche oscura y fría.
Una vez le concedió la victoria, aceptando la derrota impropia del orgullo más firme. Ni así desapareció. Ni el afán de darse por vencida le sirvió. Ni dejarse llevar por ella, ni intentarse alejarse de ella. Inútil. Cuánto más la perseguía, más se alejaba, como el amante se aleja despacio, sin mirar atrás. Y cuando más la despreciaba, más la sentía. Como las promesas que se dicen sabiendo que no cumplen. Como cuando tapas la mirada con las manos, abriendo los dedos para mirar lo que no quieres mirar.